Martes de lluvia. Afuera, la inclemencia. Adentro, un martes de ventana, con el techo colgando ante los ojos y el ruido de las tazas marcando la equidistancia de la noche.
A veces, los pasos se detienen en cualquier estación del corredor, y él no conoce la parada ni la cara que llevan esos pasos. Cree, presiente cuál será la sonrisa que vendrá eligiendo esta penumbra.
Y el pequeño reparo de macetas, jardín empantanado dentro de una pecera, mesa servida para el único bocado que no cesa. Más acá, pasajeros de tardes venideras, provincias del abrazo que lo esperan armando el día para celebraciones.
Él intuye, comprende. Mira con indulgencia, acaricia el aliento que le dejan a mano. Él sabe que la vida tiene sus contraseñas y adivina que el tiempo se quedó de su lado.
Por eso cuando ríe baraja el calendario, piensa todas las chances, acomoda los naipes igual que los feriados, y se guarda en la manga el día de mañana
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