martes, 28 de septiembre de 2010

El dueño de la vereda



¿Te acordás cuando éramos chicos y en el barrio casi nunca podíamos cruzar por esa vereda de la vuelta, esa en donde el gordito –el hijo del comisario- nos corría a pedradas o sacaba el doberman justo cuando pasábamos con la bici practicando andar con una sola mano y terminábamos tirados de bruces en el cordón, con el codo pelado y las rodillas sangrando?

Si bien el asunto había empezado en el segundo recreo de aquel tercer grado de la escuela primaria, la cosa se mantuvo igual hasta que el gordito se mudó; es decir que durante años y años el tipo siguió siendo el dueño de la vereda y vos ni siquiera un transeúnte, porque hasta cuando jugaban al carnaval a los baldazos vos te cuidabas muy bien de no pasar por esa esquina porque sabías que el tipo le ponía detergente al agua, le ponía, y te apuntaba a los ojos. No era un mal tipo, no. Era el dueño de la vereda y listo.
Pasaron los años y vos también te fuiste del barrio, y el mismísimo barrio se piantó de la foto, porque ni los ligustros le quedan. Las rejas administran los frentes de las casas como si fueran carceleros, y cada vez que pasás por ahí, te hacés una escapada a la cuadra prohibida y mirás con nostalgia el chalé de Miriam, esa nena de trenzas renegridas que te gustaba tanto y a la que renunciaste en cuanto supiste que vivía dos casas más allá de la del gordito, en la misma cuadra en la que él era el único e indiscutido dueño de la vereda.

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